I
Otra vez se encontraba ahí, mirando hacia arriba, con el
celular en la mano, escuchando su voz, a la vez que lo veía sobre aquella
maldita azotea. Siempre era igual, él le pedía que no lo hiciera, pero él
simplemente le decía adiós y daba el último paso, hacia el vacío… Y luego todo
se volvía oscuro, las sombras lo envolvían y no podía escapar, no podía correr
para tomar entre sus brazos a su preciado amigo. Una y otra vez pasaba lo
mismo, por más que intentara despejar su mente, no podía, siempre soñaba con el
día en que Sherlock se había lanzado desde la azotea del Bart’s, suicidándose.
Y como todas aquellas veces, terminaba despertando,
descubriendo la cruel realidad, cubierto de un sudor frío que hacía que
reiterados escalofríos recorrieran su espina dorsal. Y ese día, fue su
alarma-reloj la cual lo sacó de aquella vivida pesadilla.
—
¡Sherlock!— gritó,
abriendo los ojos de par en par e incorporándose un poco en la cama. Estaba
agitado, y mucho, como si hubiera corrido una maratón. Era lunes y debía ir a
trabajar, como todos los días de su ahora monótona vida.
Se sentó
por completo en la cama y, suspirando, miró el lugar en donde se encontraba: ya
no era aquella acogedora habitación en el 221B de Baker Street, no; no había
podido volver ahí desde la muerte del detective consultor, y ahora vivía en un
mono-ambiente mediocre, quizás un poco mejor que él tenía antes de conocer a
Holmes, pero seguía siendo mediocre y para nada acogedor, ni qué decir de
bonito. Hasta le daba pena llevar a alguna que otra cita allí. Sin dar demasiadas
vueltas, se levantó, tomó su bastón –el cual usaba ocasionalmente, ya que había
días en los cuales su pierna no le permitía ni siquiera mantenerse en pie,
mientras que otros, podía caminar perfectamente– y se dispuso a comenzar su día
y su semana.
Lo que
John Hamish Watson no sabía, era que ese día, y esa semana, no serían
rutinarias, para su entera y completa felicidad.
.
.
.
Hacía
rato que el Big Ben había anunciado que eran las cinco de la tarde, cuando John
regresaba, caminando, a su departamento. Había sido un día como cualquier otro:
por la mañana, atendiendo sus turnos asignados para luego almorzar, encontrándose
con el inspector Lestrade de casualidad y, después de compartir un café con
éste, terminar atendiendo la guardia del hospital en el cual trabajaba por la
tarde.
El tiempo
estaba agradable, después de todo estaban en verano y por una de esas
bendiciones milagrosas, el cielo londinense había decidido por fin mostrar los
agradables rayos de sol a quienes vivían bajo él, era esa la razón por la cual
el doctor había decidido volver caminando y no en taxi, como siempre hacía.
.
.
Mientras,
por una de las numerosas callejuelas de Londres, de esas que parecen
laberintos, dos personas corrían. Una mujer, que aparentaba unos treinta años,
de cabello castaño caoba ondulado, bastante largo, atado en una media cola, de
ojos color verde esmeralda y tez bastante pálida, era perseguida por un hombre.
Un hombre de gran estatura, cabello grisáceo y algo undulado, con barba del
mismo color y unos penetrantes y siniestros ojos negros. La piel de su rostro
estaba curtida y marcada por las inclemencias de una vida rodeada de guerra y
violencia, que había forjado su carácter y decidido su círculo de “amistades”.
Y era por esas precisas “amistades” por las cuales estaba persiguiendo a la
mujer, la cual había decidido involucrarse en un círculo semejante, pero a la
vez muy diferente que el de él. No se conocían, nunca habían intercambiado más
de tres palabras seguidas, pero ambos se odiaban y sabían que debían hacerlo,
porque así era su vida: ellos obedecían, cumplían órdenes, escuchaban y
guardaban secretos, mataban y estaban dispuestos a morir… Porque eso habían
decidido dentro de su círculo de amistades.
La mujer
corría lo más rápido que le permitían sus zapatos, por lo que su perseguidor la
estaba alcanzando. Debía hacer algo si quería perderlo de vista o que, al
menos, no la atrapase, por lo que dobló en varias ocasiones, hasta quedar a
pocas cuadras de una de las avenidas más concurridas de la ciudad. Como agente
que era, conocía bastante bien esas calles y estaba más que segura que en poco
tiempo aparecerían en una concurrida calle, lo que haría que pudiera perderle
el rastro.
Pero en
cuanto pisó la vereda de aquella calle, sus sentidos le jugaron una pasada,
haciendo que chocara contra alguien y que ambos calleras al suelo, ella sobre
él. Porque de lo único que se había percatado era de que era un Él.
—
Disculpe— dijo automáticamente, comenzando a levantarse y mirando al hombre.
Abrió los ojos de par en par, era de cabello corto y rubio, ojos de un color
entre el miel y el gris verdoso y mirada algo tristona pero bondadosa. Se puso
de pie de un salto y, mirando hacia el lugar desde donde ella misma había
llegado, le tendió una mano—. Lamento haberlo empujado.
El hombre
la miró por unos instantes, parpadeando unas cuantas veces –lo había tomado
completamente desprevenido, haciendo que sus sentidos se idiotizasen un poco–
para luego tomar la mano que ella le tendía y ponerse de pie con su ayuda. Pero
no dijo nada, sólo la miró con la boca apenas entreabierta, mientras la castaña
miraba para todos lados, como buscando a alguien entre la multitud.
— Oh—
dijo entonces la mujer, viendo el bastón y levantándolo—, ¿es suyo, verdad? De
veras lo lamento mucho, no me fijé por donde iba.
—
Descuida, no te preocupes…— dijo al fin él— ¿Te encuentras bien? Pareciera como
si…
Pero no
pudo terminar de hablarle, ya que ella salió corriendo, de nuevo, sin decir
absolutamente nada. No iba a darle demasiada importancia –al fin y al cabo, era
una desconocida y todos tenemos secretos–, cuando un hombre pasó veloz como el
rayo por detrás suyo, en la misma dirección que ella. Giró automáticamente,
observando como aquel hombre estaba, en realidad, persiguiéndola. John Watson
suspiró profundamente, cerrando los ojos, repitiéndose constantemente: “No
John, no es de tu incumbencia, no te metas. No puedes hacer nada. No lo hagas…”
Cuando se
decidió a que no haría absolutamente nada, abrió los ojos y vio algo en el
suelo: un celular. Era de ella, por supuesto, ¿de quién más? Lo recogió y lo
miró por unos segundos, definitivamente era de ella –después de todo, no había
pasado un año y medio con Sherlock Holmes sin aprender nada de él–, luego miró
en la dirección en la cual había salido corriendo delante de su perseguidor.
—
Maldición— dijo entre dientes, justo antes de salir corriendo también, bastón y
celular en mano, dispuesto a ayudarla, sea como fuere.
.
.
La
castaña seguía corriendo. Había vuelto a meterse por una de esas callecitas que
conocía tan bien. Su plan había fallado horriblemente. Había sido una verdadera
tonta al pensar que podía entrar a aquella calle como si nada, sin chocarse con
nadie… y encima, de todas las personas que había en Londres, había chocado con
él, ¿porqué con él? Era una maldita casualidad, aunque no creyera en ellas…
¿Qué clase de conspiración universal había sido la causa? ¿Acaso los planetas
se habían alineado? ¿O simplemente los dioses querían divertirse? Sea como
fuere, ahora debía concentrarse en escapar viva de allí o, al menos, sin que
los secretos que conocía fueran revelados.
Luego de
dar varias vueltas, llegó a un enrejado, el cual le impedía el paso. Pero eso
no era obstáculo para ella, después de todo, había sido entrenada por el mejor.
Escaló aquel obstáculo rápidamente, continuando con su camino como si nada; por
supuesto, su perseguidor también lo saltó automáticamente, él también había
sido entrenado por los mejores después de todo. Unos cambios de dirección más y
entonces se vio verdaderamente atrapada, en un callejón sin salida: tres
paredes, tres edificios de más de diez pisos cada uno, y las ventanas más bajas
a su alcance estaban, al menos, en el cuarto. Suspiró profundamente, una vez
más, se había equivocado. Debía repasar los planos de la ciudad al regresar, si
es que podía hacerlo, claro está.
Miró por
encima de su hombro, su perseguidor aún estaba algo lejos, por lo que se
arriesgó. Con un ligero movimiento de pies, se quitó los zapatos, retrocedió
unos pasos y corrió hacia la pared que obstruía su camino, dando un salto.
Alcanzó a agarrar con su mano derecha una pequeña saliente. Pero
desafortunadamente, sus brazos eran más débiles que sus piernas, por lo que no
tardó en caer de nuevo al suelo.
— Fin del
camino— dijo aquella voz grave y enronquecida.
Ella lo
miró, sonriendo de lado— Eso parece.
El
hombre, entonces, mostró una sonrisa despiadada, al tiempo que sacaba su
pistola, una Beretta 92, y la apuntaba directamente a la cabeza.
— ¿No vas
a responder a mi pregunta, acaso?
Ella hizo
un ligero movimiento de labios, mirando a un punto distante, más allá de quien
la estaba amenazando, para responder:
—
Disculpa, es que entre tanto ajetreo se me olvidó, ¿qué era lo que querías
sabes?
— No me
tomes el pelo, engreída. Ahora dime, ¿en dónde está?
La mujer
clavó sus ojos verdes en los negros de él y, sin dejar de sonreír, respondió.
— Sobre
mi cadáver.
— Como
digas— accionó el cartucho, colocó su dedo en el gatillo y se dispuso a
disparar.
Pero
justo en ese momento, la tercer persona que se encontraba en aquel callejón sin
salida, tomó con fuerza su bastón metálico y asestó un fuerte golpe en la nuca
del atacante, aturdiéndolo, haciendo que soltara el arma y cayera de bruces
contra el suelo, inconsciente.
El médico
ex-militar miró por unos segundos a quién acababa de golpear, para luego bajar
el bastón y mirar a la mujer, con una mueca en su rostro, que quería ser una
sonrisa.
— ¿Estás
bien?— le preguntó.
Ella se
puso de pie y se le acercó— Si, muchas gracias. Creí que necesitaba de ese
bastón para poder caminar.
— Solo a
veces— dijo en forma de respuesta el rubio, incrementado su sonrisa—. Olvidaste
tu teléfono en la acera— agregó, señalando con su cabeza en la dirección desde
donde había llegado y mostrándole el aparato a la chica.
—
Gracias— volvió a decir, tomándolo—. Podría decirse que mi vida está en este
maldito aparato, aunque deteste admitirlo.
Él lanzó
un pequeño suspiro de risa. Luego miró al hombre tirado a sus pies, se le
acercó, le midió el pulso y, volviendo a levantarse, dijo:
— No
tardará en despertar, creo que sería mejor salir de aquí.
— Ni que
lo diga— la mujer extendió su mano, en señal de saludo— Nathaly Harver.
John
estiró su brazo, estrechando la mano de ella y mirándola fijamente— John
Watson.
Ella
también lo miró fijamente, para luego colocarse los zapatos y comenzar a
caminar.
— Doctor
John Watson, ¿verdad?
El rubio
la miró algo intrigado, siguiéndola— Así es… ¿cómo supiste?
— Leía su
blog— respondió—. Y también el de su amigo, Sherlock Holmes.
— Oh,
claro…
— Ambos
me parecían geniales. El suyo era divertido, especialmente por los comentarios
de Holmes acerca de los detalles en sus relatos, que a decir verdad, me
parecían muy buenos.
—
Gracias— dijo él, riendo por lo bajo, recordando las muchas veces en las que
Sherlock se había quejado de que le quitaba todo lo importante a los casos.
Caminaron
por un buen rato, sin hablar mucho más, hasta llegar a una calle más
transitada. Al hacerlo, Nathaly lo miró con una sonrisa en sus labios.
— Fue un
placer conocerlo Dr. Watson, y muchas gracias por lo de recién— hizo una
pausa—. Espero volver a verlo en alguna otra ocasión, más agradable, por
cierto— agregó, comenzando a caminar hacia la derecha.
— Lo mismo
digo.
John se
quedó mirando a la castaña, pensando en varias cosas. Primero de todo, en
cuanto la había visto sobre él, había pensando que era una mujer un tanto
extraña, su rostro parecía como el de cualquier otra mujer, pero sus ojos
tenían una mirada extraña, como distante. Luego, cuando la vio siendo amenazada
de muerte, se dio cuenta de que esa distancia que mostraban sus ojos era en
realidad frialdad, una frialdad que había visto pocas veces, y casi nunca en
una mujer. Ahora, su opinión sobre que era una mujer extraña, pero normal a la
vez, había vuelto, y sólo con haber hablado unas cuantas palabras sobre su
blog. Se dispuso a seguir con su camino, en la dirección opuesta a la que había
tomado ella, cuando su voz lo detuvo.
— Dr.
Watson— él se giró, para mirarla. Ella había retrocedido todo lo que había
andado, para volver a estar a sólo unos pasos de él— ¿Qué le parece si ahora
mismo tenemos ese encuentro más agradable? ¿Le apetece una taza de café?— y
sonrió.
Y esa
sonrisa le bastó al ex-blogger para pensar que ella, definitivamente, era
extraña, pero tan normal como cualquier otra mujer.
— Estaría
encantado, pero por favor, llámame John y… no es necesario que seas tan formal.
— De
acuerdo, John.
Y se
dirigieron, juntos, a un pequeño bar cercano, para compartir esa taza de café y
una grata conversación.
.
.
— ¿Qué
quieres decir con qué no pudiste?
— Lo que
escuchas, alguien me golpeó en la cabeza justo cuando estaba por liquidarla.
— ¡¿Y
quién dijo, en primer término, que podías “liquidarla”?!
Había
pasado poco más de media hora y el perseguidor de Nattaly estaba sentado,
sosteniendo una bolsa de hielo contra su nuca, enfrente de un hombre alto,
delgado, de facciones duras y bien marcadas, mandíbula ancha y cabello negro
entrecano, con una incipiente barba del mismo color y profundos ojos grises.
Aquel hombre clavó sus imperturbables ojos en los de su subordinado, esperando
por una respuesta inmediata. Pero el otro no respondió, solo resopló
fuertemente, entrecerrando un poco los ojos. Entonces su jefe volvió a hablar.
— ¡No
tienes que matarla hasta descubrir en dónde rayos está!
El otro
apretó fuertemente sus labios, como si estuviera tragándose varias cosas por
decir. A lo que su interlocutor agregó.
— Di lo
que piensas de una vez.
— Pienso
que no está aquí.
El de
ojos grises lanzó una carcajada— ¡Claro que está aquí! Lo seguí por toda Europa
imbécil, ¡se que está aquí, solo tienes que averiguar en donde!
— Si lo
siguió por toda Europa, ¿entonces por qué rayos no lo asesinó allí?
— Eso no
es de tu incumbencia— se puso de pie y comenzó a caminar por la pequeña y
oscura habitación en la cual se encontraban—. Tienes que sacarle esa
información a la señorita Harver, ella sabe todo lo que necesitamos.
El otro
volvió a resoplar, para luego ponerse pie también, lanzando sobre una pequeña
mesa que estaba a escasos metros la bolsa con hielos. Luego se dispuso a salir,
no sin antes mascullar:
— Mañana
la tendrá en el hospital, con total seguridad y allí, le aseguro, podrá sacarle
todo lo que necesita.
Y sin más,
se fue. El otro hombre, entonces, tomó su celular y tipeó un corto mensaje,
para luego enviarlo. Nathaly Haver era una pequeña mosca y no iba a tardar en
caer en la gran red de la araña madre.
.
.
—
Entonces, ¿de qué trabajas exactamente? Eres abogada, pero acabas de decirme
que no tienes muchos juicios— preguntó un intrigado –pero divertido– John
Watson a la mujer que tenía enfrente.
— Si, es
un poco complicado— respondió ella, tomando su taza y llevándosela a los
labios—. Bueno, no en realidad. Trabajo en un estudio de abogados, por lo que
aunque no tome ningún caso, hago trabajos menores y cobro un sueldo, lo que
permite vivir.
— ¿Y por
qué es que no tomas casos? ¿Quiero decir, no es para lo que estudiaste?
— Si…—
tomó un sorbo de café y volvió a apoyar la taza sobre su platillo—. Mi jefe
dice que porque soy demasiado buena no me llegan casos que pueda tomar— el
rubio la miró, extrañado, por lo que agregó, para aclarar—. Buena en el sentido
de buena persona, no abogada.
— ¡Oh,
claro! Ustedes deben ser malos y mentir todo el tiempo, ¿no?— exclamó él
divertido. Ella lanzó una risita ante su comentario, por lo que no pudo evitar
reír también—. En fin…— clavó sus ojos en los de ella, para luego ponerse serio
de repente. No sabía con exactitud si preguntar o no. No era de su incumbencia,
lo sabía, pero aún así no podía evitar sentir curiosidad por el motivo de su
persecución con aquel hombre, especialmente porque ella le inspiraba bondad y
cariño—. Sé que sonará que soy algo… metido, pero… ¿por qué te seguía ese tipo?
— Hum…—
Nathaly soltó un pequeño suspiro—. Lo siento, John, pero no puedo decírtelo.
— Lo
supuse.
Se
miraron por un largo rato en silencio, ambos perdidos en sus pensamientos,
mirándose fijamente a los ojos. Ambos intentaban saber en qué estaba pensando
el otro, pero no podían averiguarlo. Los dos compartían esa mirada triste y
algo alejada de la realidad, como si estuvieran deseando vivir en otro momento,
en un momento pasado en el cual habían sido más felices. Y así era, o al menos
así era para John, porque debía admitir que desde hacía casi dos años deseaba
retroceder el tiempo de alguna manera, para no tener que mudarse nunca de Baker
Street, para seguir correteando por Londres junto a su más cercano amigo, el
cual ya no estaba y para no tener que verlo saltar de esa azotea todas las
noches, en sus pesadillas. Ella, por su parte, se preguntaba en realidad cuál
había sido la razón por la cual se había encontrado con el doctor justo en ese
momento. No podía evitar que hubiera pasado si la casualidad los hubiera
encontrado antes… Unos dos años antes, quizás. Pero ahora todo era diferente
para ambos. Estaban solos, necesitaban compañía, verdadera compañía. Y en
cierta medida, ambos sabían que podían encontrarla en el otro, pero acababan de
conocerse y por más que sus corazones hablaran, sus cerebros los estaban
acallando en ese preciso momento.
Pero
entonces fue ella quien rompió el silencio, haciendo que el rubio se
sobresaltara un poco.
— Ya
anocheció. Será mejor que me vaya— y dicho esto, sacó un poco de dinero de uno
de los bolsillos de su saco y lo dejó sobre la mesa. Luego se puso de pie y
miró al hombre enfrente suyo.
— Te
acompaño— dijo John, poniéndose de pie también.
— No
tienes porqué…
— Un
hombre te persiguió por las callejuelas de Londres y te apuntó con un arma, te
acompañaré hasta tu casa.
Ella
sonrió, desviando la mirada un poco. Sabía que él era un hombre con un corazón
enorme y de una bondad inigualable, todo su ser le decía que debía hacerle
caso, pero una parte de su mente sabía que eso sólo podía traer problemas.
— De
acuerdo— terminó diciendo al final, sucumbiendo a los mandatos de su corazón.
.
.
Caminaron
por un buen rato, la temperatura del ambiente había disminuido bastante, a
causa del viento norte que había comenzado a soplar, el cual había traído
consigo nubes que ahora cubrían el cielo nocturno. No hablaron demasiado en el
trayecto, solo se limitaron a comentar el brusco cambio climático y sus vanas
esperanzas de que no lloviera al día siguiente, hasta que pasaron por delante de
cierto bar que le trajo recuerdos a John. Nathaly lo miró, notando en sus ojos
un dejo de nostalgia, por lo que se atrevió a preguntar:
— ¿Buenos
recuerdos?
Él la
miró, aún enfrascado en aquella noche en la cual había salido corriendo detrás
de Sherlock por primera vez, dejando olvidado su bastón en aquel bar. Pero la
mirada de ella sólo lo hizo sonreír, apenas unas horas antes, había sido
partícipe de una escena bastante similar, solo que con la castaña como
protagonista.
— Buenos—
dijo al fin, continuando con su caminar.
—
Sherlock Holmes— pronunció entonces la mujer, en un tono de voz extraño, como
si tuviera al detective enfrente suyo y se estuviera dirigiendo a él. John
volvió a mirarla, esta vez con una mueca de extrañeza en su rostro—. Disculpa…
Es un recuerdo junto al señor Holmes, ¿verdad?
— Si—
respondió el rubio, luego de lanzar un suspiro—. Suena extraño dicho así, pero
sí, es un recuerdo relacionado con Sherlock.
— ¿Por
qué te suena extraño?
— Porque
nadie lo llama así, especialmente luego de… bueno, ya sabes— desvió la mirada,
clavándola fijamente en el bastón que tenía entre sus manos, el cual ya no
estaba usando para sostenerse.
Ella no
respondió, simplemente se le acercó y le colocó una mano en el hombro,
mirándolo con cariño.
— Las
personas deberían saber la verdad, y tu puedes contárselas, John.
Watson
negó con la cabeza, levantando el rostro y clavando sus ojos en los de ella—
No, no puedo.
— Al
menos deberías intentarlo. Hay quienes aún revisamos tu blog, esperando por ese
relato final…— ella también tenía la mirada clavada en la de él, y se acercó
aún más, para continuar hablando—. Hay quienes creemos que lo que dijeron los
periódicos aquella vez era falso, quienes admirábamos y confiábamos en Holmes y
en verdad necesitamos saber…
— Pero en
verdad no puedo hacerlo Nathaly, las palabras simplemente no salen, por más que
quiera. Es demasiado…
—
Doloroso, lo sé— terminó la chica de ojos verdes, dando un último paso hacia
John, para que la distancia que los separaba desapareciera por completo,
dejando sus cuerpos casi pegados. Ambos había comenzando a susurrar, sin poder
quitar los ojos de los del otro—. Pero sacarlo liberará un poco de la carga y
el sufrimiento que llevas sobres los hombros John— y esbozó una dulce sonrisa.
John
tragó saliva, recorriendo con la vista cada uno de los rasgos del rostro de
Nathaly. Hasta ese momento, no se había percatado de cuan bella era. Su piel
era blanca como el papel, interrumpida por pequeñas y suaves pecas que
adornaban su nariz y la parte superior de sus pómulos; sus labios, finos y
rosados, le parecían perfectos; sus ojos, de un verde brilloso, estaban
adornados por largas pestañas, así como también por unas marcadas ojeras que el
maquillaje no alcanzaba a cubrir, pero que los hacían resaltar más. Su frente
estaba cubierta por varios mechones de su flequillo, el cual no pudo evitar
correr suavemente con la punta de sus dedos.
No
supieron el momento exacto en el cual sus rostros se acercaron tanto, pero ya
no importaba, porque ambos estaban cautivados, perdidos en la mirada del otro.
El médico, luego de despejar la frente de la abogada, bajó sus dedos hasta sus
mejillas, sin perder el contacto con su piel, la cual era suave, muy suave.
Ella deslizó su mano, que había estado apoyada en el hombro de él todo el
tiempo, hasta su espalda, como intentado decirle que se apegara más ella. John
lanzó un suspiro y apoyó su frente sobre la de la joven, para luego cerrar los
ojos.
— ¿Lo
extrañas?— preguntó Nathaly en un susurro, haciendo que su aliento chocara con
la boca de él.
— Mucho—
respondió el rubio, causando el mismo efecto. Luego abrió los ojos, para poder
mirarla—. Nunca creí que lo extrañaría tanto.
— Es
porque lo amas— se atrevió a afirmar la castaña.
El doctor
Watson no dijo nada, no lo negó ni lo afirmó, ¿para qué hacerlo? Después de
todo, era completamente cierto, amaba al hombre con quien había compartido
tantas experiencias extrañas, que por más que lo siempre se había quejado nunca
había dejado de amarlo, y había comprendido demasiado tarde, cuando estaba
sobre aquella azotea.
— A veces
es bueno recordar, y a veces es mejor olvidar— volvió a susurrar ella, tomando
la chaqueta de él con sus dos manos y apretándola fuertemente— ¿Qué es lo
quieres hacer, John?
— No lo
sé— respondió Watson, sintiendo como su corazón se había acelerado de golpe y
como su cuerpo se había olvidado del frío ambiente, para inundarse del calor
que emanaba de la cercanía de Nathaly.
—
Entonces— la castaña se separó de forma brusca, sintiendo como si todo su ser
se helara por completo. Se sentía extraña, verdaderamente extraña. Por un lado
quería abrazarlo y besarlo, pero por el otro, solo quería alejarse, correr
lejos y no volver a verlo. Cerró los ojos, lo soltó y, luego de suspirar
profundamente, continuó—, será mejor que me vaya. Buenas no--
Pero no
pudo terminar la frase, porque John la tomó del brazo y tiró de ella, haciendo
que sus cuerpos volvieran a unirse. Soltó aquel molesto bastón que llevaba,
haciéndolo caer al suelo con un fuerte estrépito, y rodeó su cintura con su
brazo, haciendo que no hubiera ni un solo milímetro de separación entre ellos.
Y luego, sin decir ni una sola palabra, posó sus labios sobre los de ella,
besándola con ternura y necesidad a la vez. Nathaly estaba sorprendida, a tal
punto que sus músculos se habían tensado por completo, impidiéndole hacer
cualquier movimiento. Tenía los ojos abiertos de par en par, por lo que podía
ver a la perfección el rostro del hombre, el cual parecía sumamente relajado.
John le soltó el brazo, para dirigir esa mano que la había apresado hacia su
cabelló, internándola en él con suavidad. Fue entonces cuando sus sentidos se
embotaron y se llenaron del aroma del médico, lo cual la relajó. Sus músculos
se aflojaron, cerró los ojos y se adaptó a aquellos labios y aquellas manos que
la estaban sosteniendo.
Se sentía
raro, raro pero extremadamente tranquilo y bien, en especial cuando sintió que
ella se entregaba a su beso, correspondiéndole. Hacía mucho tiempo que su
corazón no se aceleraba de tal forma y su cuerpo entero pedía por entrar en tal
contacto con el de alguien más. Se sentía como un adolescente, que no podía
dejar de besar a su primer novia. Pero él no era un niño, era un adulto, un
hombre y, como tal, no jugaría a nada, avanzaría de forma real y pasional, pero
lenta. Entreabrió los labios un poco, con la intención de profundizar aquel
beso, mientras empujaba más de la cintura de la castaña. Sintió como ella le
rodeaba la espalda con sus brazos y también abría sus labios, permitiendo que
sus lenguas se buscaran sensualmente.
No
supieron exactamente como, pero terminaron en la casa de ella. Habían perdido
por completo la noción del tiempo y aquel dulce beso se había transformado en
una sucesión de ellos, uno más apasionado que el anterior, hasta que ya no fue
suficiente… Las prendas sobraban, porque necesitaban sentir la piel ajena en
contacto con la suya, ella deseaba que los labios de él recorrieran su cuerpo y
él deseaba cumplirle ese deseo. Con pasos algo torpes, y movimientos bruscos de
parte de sus manos para quitar las ropas ajenas, terminaron tendidos sobre la
cama de la castaña.
La
habitación se llenó pronto de susurros y gemidos, y sus paredes atestiguaron
como aquellos dos que hasta hacía unas horas eran desconocidos se amaban,
fundiendo sus cuerpos y uniendo sus almas…
.
.
.
...continuará...
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